Mi abuela solía decir que el traje lo llevaba el abuelo los días especiales. Realmente era lo que hoy en día se llama “el traje de los domingos”; en su caso servía también para las bodas y otras festividades que requerían un cierto código de vestimenta , pero sobre todo era “el de los domingos”. Mi abuelo salía con su traje siempre bien limpio y planchado, como recién salido de la tintorería cada semana, complementado con un sombrero de ala corta, que le hacía parecer aún más interesante de lo que ya era cuando fumaba la pipa que su padre le trajo de cuba en los años de la guerra, apoyado en su bastón cuya empuñadura parecía tallada en marfil. Mi abuela, para entonces, solía lucir vestidos color pastel, que realzaban aún más su rostro alegre y sus pómulos debidamente coloreados por cualquier maquillaje guardado para la ocasión. Ambos dedicaban la mañana del domingo a pasear por las calles colindantes a la plaza del pueblo para, justo antes de acabar la homilía dominical, encontrarse en la plaza mayor justo delante de la puerta de la iglesia y así regodearse frente a la gente del pueblo y luciendo ante ellos sus mejores galas y elegancia. Estaba empeñado en crear una vida postiza de supuestos lujos, mientras la realidad era bien distinta. Pero daba igual, los domingos eran especiales. Los domingos eran para ellos. Mi abuela simplemente disfrutaba de su compañía fueran donde fueran, siempre estuvo locamente enamorada de él hasta el final. Mi abuelo, gran charlatán, hablaba con las autoridades del pueblo de asuntos que podían, o no, preocupar a los habitantes de aquella pequeña localidad, mientras mi abuela le miraba embelesada como si tuviese delante al mejor orador que jamás nadie haya podido ver antes. Así era mi abuelo, genio y figura, y sobre todo aparentar, mucho aparentar.

Cuando falleció mi abuelo, un día antes de acabar la Guerra Civil, aquel artículo de lujo lo heredó mi padre, quien quería preservar su memoria. Mi padre, hijo único, era el conserje de un lujoso edificio de la zona alta de la ciudad. Lucía cada día su traje elegante. No quería ninguno más, pues según él aquellas telas le habían llevado hasta ese fantástico y tranquilo trabajo. Llegó a asegurar que fue gracias a él que su jefe le citó en las oficinas centrales, donde le comunicó que los vecinos de la comunidad para la que trabajaba estaban muy contentos con su trabajo, su buen hacer y en particular con su elegancia, lo que les llevó a decidir aumentarle el sueldo y ofrecerle un contrato indefinido hasta su jubilación. Los fines de semana libraba, así que que podía llevar el traje a lavar y tenerlo listo para el lunes siguiente. Siempre recibía a los vecinos con una sonrisa, sosteniendo su cigarro de liar entre los labios y sin dejar de barrer el suelo en ningún momento, para que vieran que no perdía su tiempo. Era servil y educado, pero sobre todo honrado. Cuando caía la noche regresaba a casa, situada en el barrio más pobre a las afueras de la ciudad, lo que antes era el pueblo de mis abuelos, luciendo su traje que parecía iluminarlo. La gente le miraba con respeto y admiración, pues llegaba con el 52, el autobús que venía del centro de la ciudad. Seguramente pensaban que trabajaba en ve a saber tú qué empresa o en qué puesto. Todo por un traje que mi padre tampoco se empeñó demasiado en lucir fuera del trabajo ya que no era una persona ostentosa. Simplemente se lo ponía como un símbolo de orgullo y respeto hacia su padre, aunque para él, además,  era una suerte de talismán.

Ahora ese traje lo lleva mi hermano. Cuando se lo encontraron estaba abrazado a una farola y en sus labios aún se posaba caliente la colilla del último cigarro de heroína que se iba a fumar. Por lo visto la última vez que le vieron salía de una sucursal bancaria donde solicitó un crédito para hacer frente a una de tantas deudas que tenía por culpa de la droga y, como era de esperar, se lo denegaron. Se puso el traje que con tanto porte lucían mi abuelo y mi padre, pero de nada le sirvió esta vez. Las apariencias no dieron el resultado esperado. El traje había abandonado la magia y mi hermano se había agotado de tanto mal vivir.

Por fin descansa en paz. Le veo dentro de la caja y pienso en lo bien que le queda el traje. Me pinto los labios, esbozo una sonrisa y pienso que lo mejor es que se lo lleve él hacia donde quiera que vaya. Al fin y al cabo ninguno de los dos tenemos hijos. Que le vean entrar con su traje siempre bien cuidado y ojala le reciban mi abuelo y mi padre con orgullo y se cierre el círculo.

Sergi Gil Bezana