Sin salida

La frente helada y mojada. Las manos temblorosas y el cuerpo cubierto de sangre. Así es como se vió Carlos tras aquel brutal asalto a la casa de los Pelayo, una familia adinerada de la ciudad. Sabía que de un momento a otro llegaría la policía. Las puertas y ventanas de seguridad se habían activado tras la apresurada reacción del marido al activar el botón del pánico, situado encima de la cómoda de la entrada de la habitación. Lo que para los Pelayo fue un infierno pasó a ser la cárcel de Carlos. No dejaba de farfullar y murmurar dando tumbos por la habitación, pensando de qué manera podría escapar de ahí. Se tropezó con los zapatos que la mujer había perdido en el forcejeo, y tras dar dos pasos en falso cayó sobre la cama donde yacían ambos cadáveres cruzados. Con las sábanas de lino rosa que cubrían la cama se limpió las manos y las salpicaduras de la cara. Aquella cama inmensa, con su majestuoso dosel, se convirtió en el macabro mausoleo de una pareja que, con el rostro todavía tenso, había sufrido la angustia de encontrarse con la muerte de repente.

Carlos, dando tumbos, se asomó al ventanal que daba a un pequeño balcón. Las rejas no le dejaban ver con claridad la calle, pero sí que veía cómo las luces azules de los coches blindados se acercaban hacia la vivienda. Su corazón se aceleró; en ese momento un gato cruzó velozmente por detrás suyo, como si ese palpitar le hubiese asustado. Giró lentamente su torso, sintiendo la presión de unas miradas acusatorias que surgían de todas las fotos dispuestas en ambas mesillas de noche, y en la pared situada a su espaldas. Corrió hacia esa pared, arrancando con mucha desesperación y locura todas y cada una de las fotos que se encontraban clavadas en un corcho. No podía soportar ni un minuto más aquellas sonrisas y esas miradas acusatorias. Volvió a girar la cabeza y su locura se volvió más desgarradora al ver que la cama estaba presidida por un gran retrato de la pareja que le miraba fijamente allá donde iba. Se abalanzó sobre él y lo golpeó fuerte contra el tocador que había frente la cama. Joyas, perfumes y botes de maquillaje saltaron por toda la habitación con un gran estruendo.

Las sirenas que acompañaban las luces de la policía indicaban que inevitablemente todo estaba a punto de acabar. Carlos no tenía escapatoria. Su sed de venganza le había llevado a un callejón sin salida. El último golpe de la pareja después de morir estaba a punto de llegar. La tortura de Carlos se volvió más poderosa al darse cuenta que de nuevo había perdido y que los Pelayo habían vuelto a ganar. Miró los cadáveres magullados, con los ojos todavía abiertos mostrando irónicamente una jocosa sonrisa en sus pálidos rostros. Esa era la misma expresión con la que le miraban cuando era pequeño y abusaban de él.

Siempre quedaron impunes.

Las paredes de la amplia estancia se estrechaban rápidamente en la mente de Carlos. Acurrucado en un rincón, junto a una silla de madera, esperó agarrado a sus tobillos, clavando las yemas de los dedos en ellos, a punto de arañárselos, sin poder evitar que le viniesen a la mente una y otra vez los alaridos de dolor que minutos antes se escucharon por toda la casa. Su espalda mojada por el sudor marcaba el espejo de pie que servía como pintor de la escena. Se miró en él, jadeante, con la cara desencajada y después de una leve pausa, ya con las ensordecedoras sirenas en el jardín de la casa, se asestó tres fuertes golpes contra la cabeza, partiendo en mil pedazos el espejo. Se derrumbó aturdido en el suelo, envuelto por las vísceras de sus víctimas. Seguía ahí, consciente y desesperado por salir de esa pesadilla. Con torpeza cogió el arma homicida que vió junto a él, se la posó sobre la sien y tras esbozar una sonrisa de alivio apretó el gatillo. En ese momento la policía irrumpió violentamente. El cargador estaba vacío.

2 comentarios

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  1. Te he comentado en Facebook, pero no quiero dejar pasar la oportunidad de comentarlo acá. El relato me encantó, logras mantener la atención hasta el final del mismo. 👏👏👏

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