Tomó la copa con la misma delicadeza de siempre. La observó embelesado y cuando sus labios se posaron sobre el borde de ésta, una ola de vino se adentró en su garganta. No pudo evitar recordar la primera vez que experimentó una sensación idéntica. Su frescura le cautivó desde el primer momento, pero lo que más le fascinó fue esa dulzura que siempre le había caracterizado. Poseía una fuerza que ni el paso del tiempo había borrado. Era como un torbellino que arrasaba con todo aquello que se interponía en su camino. Su cuerpo gozaba de una ligereza y una frescura asombrosas. Al moverse parecía el vaivén de una bandada de pájaros. Nunca ocultó su admiración.
Pasado un instante posó la copa en la mesa. Levantó la mirada hacia ella, la mujer de su vida, aquella que ostentaba la misma vigorosidad que el mejor de los vinos, una belleza que jamás había observado en nadie más. Esbozó una leve sonrisa, seguida de un suspiro, pensando en lo feliz que le había hecho durante todos estos años. Jamás había amado tanto a una persona como a ella. Le dio la mano, un ligero beso y se despidió finalmente de ella. Gracias por todo, pensó. Y se fue.
Sergi Gil Bezana