Una habitación cuadrada. Un cuadro de una habitación, probablemente de Van Gogh. En la atmósfera una leve música llena el espacio vacío del silencio; es Satie con su Gymnopedie que se entremezcla con el dulce y agonizante gemido de un anciano moribundo postrado en su cama de madera; es el ruido de la muerte, que se acerca sigilosamente con pasos de penumbra. Nadie a su alrededor, nada que pueda protegerle del inminente final; es la imagen de la soledad. Enormes manchas de moho tiñen las paredes de color marrón oscuro, junto al olor rancio de las flores, ya marchitas, que cojió por última vez el anciano de una pradera no muy lejos de ahí.

Su rostro, demacrado por el paso de los años, dejaba entrever a través de sus brillantes pupilas, llenas de vida todavía, que ese hombre aún no había conseguido hallar la felicidad, felicidad que le había sido robada por alguien que poco parecía importarle su existencia. Ya no merecía la pena seguir sufriendo, no más vida en vano. Aquel cuerpo inmóvil y débil, pálido en todo su conjunto, tan solo era útil para pensar; algo que aún aumentaba más su sufrimiento. De vez en cuando un sollozo rompía la armonía de la escena, era un canto a la desesperación, la muerte no llegaba y eso le impacientaba, le daba miedo seguir viviendo. Seguir viviendo con el tormento de su amarga existencia marcada por sentimientos  que jamás logró alcanzar nadie.

Al lado de la cama una mesita de noche, y encima de ésta un reloj que marcaba hondamente el compás de la muerte. Un ruido ensordecedor para los débiles oídos del anciano. Sigue la música de Satie, una sintonía que parece no tener fin, surgiendo de la nada porque nada importa ya para ese pobre desgraciado. Los jadeos se mutilan poco a poco, y poco es lo que falta para que el anciano expire y diga adiós a la vida. Nada se mueve, nada se siente, solo el fuerte olor a orines que rodea el cuerpo del anciano que nada puede hacer para librarse de su propia tortura. Un rayo de luz penetra directamente en los ojos del viejo que sin poder hacer nada consiente su dolor. Las húmedas paredes enfrían el ambiente y estremecen al cuerpo desnudo del anciano. Ni una lágrima le queda ya al viejo, todas han sido gastadas en vano. Solo queda esperar, esperar y pensar; pensar en todo aquello que pudo ser y no fue, en aquello que le hizo sufrir pero que a la vez le hacía sentir vivo.

Gymnopedie se acaba, y con él su vida también. Una ligera brisa entraba por la ventana abierta para llevarse el alma del anciano. Toda un vida de sufrimiento estaba apunto de acabar por fortuna del viejo. La paz reinaba en el encuadre de la habitación, estaba llegando la muerte. El viejo sonríe y se aferra a las sábanas por miedo a lo que pueda pasarle, se suelta y piensa que por fin será feliz. Cerraba los ojos poco a poco preparándose para su viaje final, ya nunca más los volvería a abrir. Se respiraba de nuevo el aire de la vida. Una mariposa de colores rojo y verde se posó en la nariz del viejo riéndose por su desgracia, pero más feliz era el anciano por haber pasado a mejor vida, así lo mostraba una alegre sonrisa en su rostro. La brisa pasó por su cuerpo; se llevó su alma. Un alma que un día quiso a una mujer pero que jamás fue correspondido su amor, un amor que duró toda la vida en su corazón y que jamás se puedo deshacer de él. Éste amor le provocó la infelicidad, la soledad, le desgracia y finalmente la muerte, ella jamás supo de su amor, él nunca se atrevió a confesarlo, prefirió vivir con ese pesar en su cabeza antes que sentirse rechazado por alguien a quien quería con locura, y a quien nunca dejaría de amar. Ese amor que le llevó a la locura nada podía hacer para que esa mujer le dejara un lugar en su corazón, era una lucha perdida, y perdida estaba ya el alma del anciano por los senderos del amor. Ya nunca sabrá si esa mujer le podría haber querido, o si alguna vez incluso le llegó a querer. Que malo es querer y que malo es nunca encontrar el momento para decirlo. Ahora ya es demasiado tarde para lamentarse, solo cabe esperar que ese viejo sea feliz allí donde esté, pues se lo merece, porque amar como amó a esa mujer, jamás nadie la amará.

Sergi Gil Bezana