La humedad sudaba por los gruesos muros de la celda. Una pequeña ventana enrejada dejaba pasar la poca luz que alumbraba un camastro de sábanas amarillentas y gastadas situado en el fondo de la estancia, ataviado con ropas entre anaranjadas y amarronadas. El inquilino de aquella celda era un hombre bajito y excesivamente delgado. Clavado en la pared había un lavamanos estropeado cuyo goteo resonaba por todo el lugar. Las cañerías pasaban directamente por la celda gruñiendo por la incómoda compañía de aquel recinto.  Un silencio sepulcral ahogaba los murmullos de los que de vez en cuando pasaban por los pasillos. Ese silencio solo se veía roto por el cantar de los pájaros que anunciaban cada día la salida del sol.

 

El inquilino paseaba sin cesar por aquella pequeña celda tratando de encontrar una respuesta día tras día. A veces lo hacía en el suelo, de rodillas, totalmente en silencio, sintiendo el inhalar y exhalar de su respiración.

 

El día que entró era lluvioso, llevaba un pequeño petate con lo esencial para pasar cada una de las jornadas que iba a vivir ahí. Iba acompañado de su amiga. Ambos cogidos de la mano recorrieron un largo sendero arenoso y embarrado, que les llevaría hacia el destino del chico. Las hojas de los árboles acompañaban la lluvia como envoltorios de las gotas que caían del cielo. Alguna incluso se posó sobre los cabellos de ella. Suaves hojas de fresno, que ella después sostenía en la mano para calmar los nervios. Ambos se detuvieron ante un frondoso árbol de frutos verdes y negros. Un pájaro se posó sobre los hombros de la chica y mirándole a él empezó a trinar antes de retomar el vuelo de nuevo dirección al edificio al que poco después iba a entrar el chaval. Se sonrieron y muy suavemente se besaron, mientras los nudillos del muchacho se posaban lentamente sobre la mejilla de ella dejándolos resbalar por su rostro. Un rayo de sol que se escapó entre las densas nubes les iluminó resaltando su figura de entre la oscuridad de aquel bosque. 

 

—Estás seguro de ésto?—Le dijo ella con voz triste y truncada

—Sí, debo hacerlo.— Le contestó con la mirada perdida hacia el suelo.

—Está bien. La decisión es solo tuya y no quiero incidir en algo que es tan importante para ti. Te echaré de menos.—Respondió la chica

—Gracias. Me esperan, no puedo hacerles esperar. — dijo él con una voz ruda y reflexiva, mientras se daba la vuelta y dejaba atrás a su amante.

 

Las manos se fueron separando, dedo a dedo, hasta que solo las puntas de los dedos índices se rozaron. 

 

—¡Te quiero!— Gritó ella en un último intento de retenerle.

—Yo también.—Dijo él con una tímida sonrisa. Se santiguó, se dió la vuelta y su figura se fue desvaneciendo por el umbral de la gigantesca puerta